Marketing de marineritos


Como cada mayo, es difícil hacer planes los fines de semana. Y lo es porque estamos citados con los desfiles de cirios, los responsos y las comidas interminables que terminan en repasos insulsos de vidas colaterales. Todo asombrosamente divertido y repetible.

Las comuniones, más allá de sus valores religiosos – que no los discuto – son otro invento de marketing, pero además, del más traidor, ese que tiene como territorio la emoción infantil y como víctima propiciatoria, al adulto como rey mago al descubierto. Y en una edad en que el niño o la niña ya se las sabe todas…

Para los afortunados y afortunadas anfitriones y anfitrionas, es el preámbulo de ceremonias posteriores y que a todos los padres nos gustaría vivir, siendo ese ensayo de puesta de largo donde el protocolo es estricto y las obligaciones insalvables. Seguramente porque nos pilla en ese momento tonto en que nos parece la última oportunidad para disfrutar de nuestros niños/as siendo todavía niños/as. Lo cierto es que nunca más podremos tener el control absoluto sobre sus eventos sociales, salvo que se nos queden en casa hasta sus primeras canas.

Peor lo tienen – o tenemos – los que a todo esto asistimos esporádicamente como convidados de piedra. No por gasto, que también, sino porque es ese tipo de celebraciones de hora rara, día que suele ser en mitad de un puente, y donde a uno suele quedarle únicamente el recurso del pimple para tratar de silenciar la devastadora acústica de niños y niñas jugando a Operación Triunfo. Eso si no hay un karaoke portátil al que se apuntan no tan niños, y con algo más que fanta en sus manos.

En fin, preparémonos para esa sucesión de recordatorios – qué curiosa palabra para lo que debería ser simplemente una invitación cordial – y también para esos ineludibles encuentros con nuestros primos más lejanos, con nuestros más desconocidos vecinos en la mesa, y con esa infancia ruidosa que no termina de hacerse mayor.
Eso, o búsquese a un doble y que además quiera ir.

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