Campos magnéticos imposibles


Cuando un desconocido te regala flores…venga, como sigue, no se me haga el remolón…eso es ¡Impulso¡

Esta frase publicitaria de un spot de televisión de hace ya trotecientos años trataba de vender desodorante – de la marca Impulso…¡bravo por ese copy que no deja espacio a la imaginación! - de la única manera que parece ser que un desodorante puede intentar venderse en 20 segundos en 625 líneas de antes que ahora son 1080 p ; por el aroma que no podemos oler (hasta donde la tecnología actual nos permite). Antes lo intentó Rexona – que no te abandona - – de extraordinario recuerdo, por sus playas paradisíacas ¡y un jamón! – los Sanex – que por lo menos vendían algo que da igual que no podamos olerlo en un intermedio peliculero – y más recientemente, Axe, el gran monopolizador del maravilloso poder del sobaco como reclamo sexual. Y puestos a tenérnoslo que creer ¿es que no es mejor pensar en que uno puede comprar aromas que pueden hacer gran parte del farragoso trabajo de la seducción? Y no se llama Spanish Fly (esto va por los que dicen más arriba no acordarse de Impulso)



Es curioso, pero no lo recordaba así


Toda esta explicación, para la galería…porque yo en realidad venía a hablar de impulsos y no de axilas que volverían loco de atar a Grenouille.

Como muchas otras cosas en marketing en particular y en el comportamiento humano en general, no me lo creo. Eso de que en momentos dados sentimos tal irrefrenable empujón celular que nos hace perder el sentido por un producto – o por algo o alguien – y no solo desearlo, sino hacernos con él sin más, es una extraordinaria leyenda que no tiene nada que ver con el cómo tenemos colocadas las neuronas y cómo reaccionamos ante los mensajes. Y no me vale eso de que tenemos instantes de debilidad o que los productos se colocan estratégicamente en las tiendas para que no te haga falta ni pensar si debes llevártelos. Somos tontos, pero ¡taaaanto!

Lo que nos ocurre es que la racionalidad de nuestros actos tiene velocidades variables, y hay ocasiones en que el acelerón es de tal magnitud, que de pensarlo a comprarlo se nos crea la ilusión del impulso. Que digo impulso, del medio-hurto.

Los publicitarios de pro han inventado un discursito en el cual se nos dice que hemos aprendido a negar nuestros impulsos y a verlo todo desde la óptica más funcional – o sea, para qué me sirve y ¿puedo pagarlo? – y que en este mundo en que parece que hasta nos pensamos la rentabilidad de la inversión en una pila alcalina debemos aprender a escuchar a nuestros impulsos – dondequiera que los tenga cada uno - y actuar sobre ellos. Porque el impulso es autenticidad – cursilada de tomo y lomo – y hace a la gente más libre.

Pero no nos confundamos. Que deseamos cosas, claro que sí. Que no siempre los procesos de búsqueda y elección de esas u otras cosas responden a los mismos patrones, bueno pues…puedo admitirlo hasta cierto punto. Que tenemos emociones y que las compras pueden a veces parecernos emocionantes, vale, si bien debo tener un extraño sentido de la emoción. Pero que somos irracionales, apasionados, rebeldes y hasta rematadamente estúpidos por conseguir algo, esto…debe serlo ese publicitario y su querida familia, a la que ya me estoy imaginando un sábado por la tarde derramando sentidas lágrimas en un centro comercial.

Sí, todos tenemos nuestros propios esquemas y hasta nuestras preferencias de compra. A mí me gustan los gadgets, los fascículos coleccionables y las películas clásicas en DVD, pero hasta yo le encuentro un sentido inversor a lo que otros lo llamarían locura consumista. Mis razones no les importan, pero les juro que las tengo y son importantes. Mi problema es una cierta dificultad para la sustitución de elementos y mi irracionalidad tiene que ver más con mi escasa memoria a corto plazo. Esa que me hace olvidar porqué hago lo que hago y porqué empezaba a contarles una preciosa historia de desodorantes…

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