Los minutos de la miseria


Cuando un equipo de fútbol gana por 4-0, el tramo final del partido se hace eterno. Los locales se han cansado de atacar por el simple hecho de atacar, y los visitantes, humillados, se preguntan que para qué. Todo se convierte entonces en un absurdo.

Hay muchos momentos en la vida donde tras venderse todo el pescado, lo que viene después es simple y llanamente paja. Es ese período cansino de oídos sordos y palabras reiterativas.

Hoy he vivido uno más de esos que se deberían haber resuelto exactamente en el minuto 17, que ya había goleada, perdonar un resultado mayor y evitar las lesiones de última hora. Porque cuando uno ya ha dado mil y una vueltas a lo que tiene que decir, la gente ya ha echado todas las cabezaditas pertinentes, y los objetivos están teóricamente claros y meridianos – no para el de la siesta prolongada y clandestina – cualquier intento de ir más allá es del todo ridículo. Nadie está por la labor, y todos solo esperan a las copas.

Solo hay una cosa peor que la insistencia en lo que no puede dar más de sí; creerse uno mismo que las aproximaciones tardías – la del de la siesta, por ejemplo – son un síntoma inconfundible de que la cosa no ha acabado aún y que merece la pena repetirse.

Todos lo hemos visto en los estertores de las fiestas de mucho vino y poco canapé, donde los efectos secundarios son más que evidentes. La gente ríe nerviosamente, las manos dan palmaditas amistosas en las espaldas, y los brazos agarran a los brazos, a las cinturas, a los hombros. A los de cualquiera.

En ese ambiente desinhibido y tan peligrosamente próximo al descontrol, donde surgen las reflexiones antes soterradas y las críticas que ahora se creen inofensivas, hay gente que tomándose todo esto en serio, todavía confía en la trascendencia de su discurso. Ese que se quedó a las puertas de la terraza del ji-ji-ji o tal vez en la oscuridad de la sala de proyección. E insisten echando mano de números, planes, cosas que ya hemos sufrido, y que a pesar de haber bajado la guardia – nosotros, en nuestra intoxicación – no podemos volver a sufrir.

En los minutos de la miseria, lo mejor es pedir la hora. Y que nos hagan caso.

No hay comentarios: