El misterioso caso de los monstruos marinos

Cuando era pequeño, mi mayor ilusión era tener unos monstruos marinos. Eran unos bichejos que se publicitaban en un catálogo de venta directa, y con una imagen que simulaba ser el reino de la Atlántida, con criaturas socialmente bien estructuradas y jerarquizadas…creando esa magnífica ilusión de que el poseedor (¡que podía ser yo!) sería el dueño y señor de esos freaks, domesticarlos, hacerlos trabajar para uno, pasar horas observando sus costumbres y su evolución…presumir con los amigos del colegio.

En un ejercicio de desmedida inocencia infantil, no solo me empeñé en que mis padres me los compraran – por un problema personal de poder adquisitivo – sino en propagar como la pólvora mi descubrimiento en el autobús escolar. Me ahorraré los detalles de las reacciones producidas, en el segundo de los casos.

Cuando logré mi objetivo – que me los compraran – tardé cerca de dos semanas en recibirlos, días que me parecieron eternos y donde no llegué a confiar del todo en el éxito de la operación – que los recibiera -. Pero ese día llegó y pude empezar a disfrutar de mis nuevos – tal vez mis únicos – amiguitos.

Venían en la caja de cartón típica de los embalajes de los años setenta, y cuando la abrías, en un sobre no muy diferente a aquellos en los que comprábamos soldados de plástico en los quioscos – señores nacidos en la primera mitad de los sesenta, ya saben de qué les hablo -.



Esta no era mi versión exáctamente...pero como ejemplo me vale

Hasta donde mi memoria alcanza, una de mis primeras sorpresas fue observar que el paquete en su interior alojaba un buen surtido de elementos y que conformaban lo que parecía ser un completo kit. Varias bolsas, instrucciones, indicaciones y unos…¡prismáticos!. Luego pude leer que estos eran necesarios para observar en primer plano las evoluciones de estos pequeños monstruos. Y no me extrañó demasiado. Pero mi impaciencia no me permitía perder el tiempo en informaciones accesorias, y volqué – como se me escribía e indicaba – el contenido de la bolsa en una improvisada pecera llena de agua.

Durante aproximadamente 2 o 3 días no ocurrió nada. Unos cristalitos brillaban en la superficie del agua sin aparente vida alguna. Pero el milagro ocurríó en el cuarto o quinto día…
Cositas negras nadaban anárquicamente a lo largo y ancho de mi pecera, pero su forma me parecía amorfa. Ni los prismáticos ayudaban a desvelar el misterio.
Les daba de comer – otra de las bolsas incluidas en el kit – pero su crecimiento era lento, por no decir, exiguo.
Pero como todo tiene recompensa, terminaron por crecer convirtiéndose en una especie de renacuajos pero de difícil prosperidad social. Al menos tal y como me había prometido en ese catálogo improvisado de “civilizaciones perdidas”.

Ni que decir tiene que mi desilusión fue mayúscula, y que muy pocos compartieron mi preciado secreto. No por secreto, sino por vergüenza.
Los monstruos llegaron a su fin en el momento en que se me acabó la comida y me veía obligado a pedirla a Minneapolis, EEUU. Y la broma ya se acabó para mis padres.

Yo no pude darles la vida ni resucitar prehistóricos especimenes que amenazaban mi imagen del mundo hasta como entonces lo conocía. No pude presumir, ni tener una historia que contar a mis amigos, hijos y nietos.
Volví a ver la publicidad y ahí estaban, dirigiendo su reino, creando las bases de un nuevo orden social.
Pero demasiado tímido para protestar, guarde silencio.
Mi consuelo fue contemplar como no pocos amigos habían caído en la trampa, y que a pesar de sucesivos cambios de nombre – entre otros “los nuevos monos de agua” – continuaron publicitándose durante años, en los mismos o parecidos medios, a seguramente nuevos consumidores ajenos a advertencias previas.

Tal vez exageradamente, no he vuelto a creer en las promesas a distancia, en los beneficios disfrazados, en la venta directa…

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